Una necesidad, costumbre o
tradición ancestral de nuestros pueblos, era la crianza y posterior sacrificio
del cerdo.
Salvador Moll (Cabota), con Enrique Folqués y amigos
El acto se realizaba con el
objeto de aprovechar sus carnes para la alimentación de la familia y muy a
menudo para confeccionar embutidos. El cerdo era uno de los remedios más
apreciados y valiosos para abastecer la despensa familiar durante todo el año.
Además, también solía aportar una abundante e importante fuente de recursos
para la economía familiar.
Describen historiadores, que
fueron los fenicios quienes introdujeron los primeros cerdos en España, así
como los innovadores de la salazón. Refieren, que inicialmente se conservaban
en sal los cerdos muertos enteros, iniciando posteriormente a salar y curar las
patas por separado –actuales jamones–.
Antiguamente, un considerable número de casas de nuestros pueblos disponían de corral, cuadra, así como un espacio conocido como pocilga “porquera”, en la que, si las circunstancias les eran propicias y lo permitían criaban un cerdo. La crianza de cerdo era aprovechada en doble sentido. La primera y esencial para obtención de sus valiosas carnes como alimento para la familia y la confección de embutidos. De otra, durante los días que duraba su crianza en la porquera, eran aprovechados para recoger sus excrementos y desperdicios que, una vez tratados adecuadamente, eran utilizados para la elaboración y obtención del valioso estiércol “Fem”, excelente elemento orgánico necesario para abonar las huertas y campos agrícolas.
Al cerdo solían alimentarlo con las sobras de la comida de la familia, harina de trigo, centeno, restos de las hortalizas de la huerta y otros cereales hasta la época del cebo –unas seis semanas antes de la matanza–, en las cuales se les solía alimentar con el típico “abeuratge”. Una vez engordado, en fechas cercanas a la Navidad, con la llegada de los meses de mayor frío –entre diciembre y febrero– lo sacrificaban. La matanza del cerdo era una tradición que se venía efectuando año tras año, en la que se unía el pueblo y las familias, era realmente muy familiar. Era costumbre invitar al acto de la matanza a familiares, vecinos, amigos y conocidos, de forma que todos participaran en el laborioso proceso del sacrificio, despiece y posterior elaboración de embutidos.
Todas estas tareas eran muy farragosas y como antiguamente no existían los utensilios y maquinaria actual, el trabajo de manipulación era mucho más lento, por lo que para dejarlo terminado en un solo día si fuera posible, se necesitaba el apoyo de muchas manos, de aquí que se invitaran a parientes, amigos y vecinos. Todo el mundo participaba de manera muy activa. Desde los mayores hasta los más jóvenes aportaban su trabajo.
Cuando se realizaba la
matanza, las personas paraban a desayunar, los hombres cortaban un poco corteza
para asarla, y a los jóvenes, para que les dejasen tranquilos les daban el rabo
para que ellos mismos lo asaran. Es solo una anécdota, pero así era la vida,
los pobres adolescentes cuando pasaban al rango superior hacían exactamente lo
mismo que les habían hecho a ellos antes.
En los días anteriores a la matanza no se les da de comer, a fin de que tuvieran los intestinos más limpios. El día anterior al señalado, se preparaban todos los utensilios para el acto: els llibrells, els ganivets, la taula, la caldera, la seba y les engilagues.
Al amanecer del día señalado
y antes de la salida del sol, se encendía el fuego y se colocaba el agua a
calentar. Los hombres iban a la porquera y sacaban el cerdo por las buenas o
por las malas. Unos lo cogían de las orejas, otros del rabo y el matarife del
morro con un gancho con sumo cuidado para que no le mordiese. Al llegar al
lugar previsto lo colocaban sobre una mesa destinada para el sacrificio, al
subirlo, el cerdo daba sus característicos gruñidos que se convertían en
quejidos cuando le ataban las patas a la mesa para no se cayese.
Seguidamente, el matarife le clavaba el cuchillo al cuello como un especialista en su oficio mientras que se derramaba toda su sangre en el llibrell que sujetaba el encargado mientras no paraba de remover la sangre para que no se coagulase.
Del cerdo se aprovechaban
todas sus partes, los jamones y paletillas se salaban en cajones de madera con
sal gorda para su curación, las tripas se limpiaban para embutirlas con parte
de la carne de los lomos que se troceaba y trituraba. A la masa obtenida se le
añadían diversos tipos de especias, embutiéndola en las tripas ya limpias para
confeccionar las sobrasadas, longanizas, salchichones, morcillas “botifarres”,
etc.
Los embutidos se elaboraban
con diferentes sabores en función de los gustos de la familia, después se
guardaban en algunas dependencias del domicilio, generalmente en la buhardilla
(Cambra).